Revista Peruana de Investigación Educativa

2021, No. 14

 

ISSN: 2077-4168

 

Reseña sobre Oliart, P. (ed.) (2020).

Pedagogías de la disidencia en América Latina.

La Siniestra Ensayos.

 

Mijail Mitrovic Pease

Pontificia Universidad Católica del Perú

m.mitrovic@pucp.edu.pe

 

Recibido: 26/12/2020

Aprobado: 26/05/2021

 

El libro Pedagogías de la disidencia en América Latina de Patricia Oliart recoge siete ensayos que discuten diversas experiencias de trabajo cultural en Chile, Argentina, Colombia y Perú. Dichos ensayos ponen en diálogo prácticas artísticas en el espacio público, proyectos de educación alternativa e intervenciones en contextos carcelarios. Según lo sugiere la editora Patricia Oliart, el conjunto busca “estudiar las múltiples iniciativas y experiencias colectivas motivadas por la búsqueda de la emancipación social a través del establecimiento de relaciones igualitarias” (2020, p. 15). Así, el libro recoge una apuesta colectiva por situar prácticas de intervención cultural ante las dinámicas neoliberales implantadas en la región desde los años 90, haciendo énfasis en sus aspectos pedagógicos y perfilando un cierto horizonte alternativo inscrito en ellas. Tras reseñar brevemente cada texto, desarrollaré ciertos puntos a debatir que encuentro en el planteamiento general del libro.

Barbara Castillo presenta las crónicas radiales que el performer chileno Pedro Lemebel produjo en los años 90, ya bajo la Concertación. Su artículo analiza dos crónicas: la primera permite comprender la experiencia vivida por Lemebel y cierta franja de la izquierda chilena en los años de Pinochet; la segunda relata el encuentro de Lemebel con “el exprisionero”, personaje nocturno que decide no asaltarlo al reconocer su voz por la radio, que escuchaba en prisión. Según la autora, las crónicas acercan “la literatura y el arte a la cultura popular y oral, devolviéndole la voz a los sujetos marginados por las narrativas oficiales durante los períodos de dictadura y postdictadura” (p. 55). Por su parte, Natalia Díaz, Klaudio Duarte y Sofía Monsalves analizan el Programa Psicosocial para la Reinserción Educativa en el Centro de Internación Provisoria San Joaquín (Santiago). Los autores se preguntan si es posible que una intervención pedagógica en la institución carcelaria produzca una fractura, la apertura de un espacio de nuevas posibilidades para los internados por delincuencia juvenil. La prisión dificulta el supuesto fin de la institución —reinsertarlos, reeducarlos—, pues los aísla y somete a una rígida rutina y constante vigilancia. Frente a ello, Díaz, Duarte y Monsalves proponen una “pedagogía de la fractura”, un “conjunto de prácticas —discursivas, simbólicas y corporales— que despliegan las y los educadores y profesionales con los jóvenes y con organizaciones comunitarias, para instalar procesos de humanización de sus condiciones de encierro, que interrumpan las dinámicas de prisionización de los internos” (p. 74). Se trata de generar nuevos vínculos con los educadores que trabajan con ellos y de vincular a organizaciones artístico-culturales con el centro para generar momentos en que las lógicas internas se vean desacomodadas.

En su artículo, Virginia Zavala discute la producción cultural de tres jóvenes quechuas que, a través de la música y el videoblog, están “desarrollando ideologías y prácticas de lenguaje disidentes en relación con el discurso de la Educación Intercultural Bilingüe” (p. 97). Esta “repolitización del lenguaje” tensa el marco reificante de la EIB promovido por el Estado, en que la lengua materna confinaría a las personas a un lugar inamovible en la sociedad, un espacio signado como tradicional e impermeable a las dinámicas de la modernidad. Los jóvenes han desarrollado prácticas activistas que instalan el quechua en el entorno de la cultura de masas, alejándose de la preservación de la lengua y explorando sus posibilidades de construcción subjetiva y comunitaria en la cultura globalizada. Además, reflexiona sobre cómo estas prácticas se posicionan en el contexto neoliberal y cuestionan las ideologías dominantes —que ensamblan idioma, raza y clase— en nuestro país.

Patricia Oliart y Agustina Triquell comparan dos casos de activismo antirracista a través de las experiencias de los colectivos fotográficos Supay (Lima) y Manifiesto (Córdoba), cuyas imágenes registran la existencia de sujetos marginales en el espacio público. Frente a la “pornomiseria” latinoamericana de los años 70 y 80, estos colectivos participan en iniciativas ciudadanas que denuncian la discriminación y ponen en práctica un proceso de edición colectiva de las imágenes y de las narrativas en las que se enmarcan y presentan. Si Supay celebra las transformaciones culturales que la irrupción de lo cholo supuso en la sociedad peruana, Manifiesto participa de movilizaciones antirracistas; durante las marchas, capturan y editan imágenes, y así cuestionan la estigmatización de sectores rotulados como vagabundos o delincuentes. Ambos colectivos ponen en juego una “pedagogía que implica prestar atención” al otro, “estar al cuidado del otro” (p. 151), y se preguntan por el papel que pueden cumplir estas prácticas en una política de la visibilización de las fracturas sociales.

Mark Biram presenta el Bachillerato Popular América Libre (Mar del Plata), una iniciativa de educación popular que avanza hacia una apuesta autonomista que resiste tanto al Estado como a la izquierda tradicional. Su artículo analiza la producción del documental Me doy cuenta, basado en una historieta de Quino, que representa la experiencia de una trabajadora doméstica. El filme fue creado a través del diálogo sobre las formas adecuadas para representar esa experiencia, e ilustra los principios de diálogo y horizontalidad que estructuran el bachillerato. Finalmente, Alba Griffin reconstruye la disputa por la significación de la violencia estructural y cotidiana en Bogotá, a partir del análisis de diversas acciones en el puente donde fue asesinado Trípido, un joven grafitero asesinado por la policía en 2011, quien buscó justificar su acción mediante la criminalización del joven. En medio de una densa trama de categorías estigmatizadoras (terroristas, delincuentes, falsos positivos, etc.), el llamado “puente del grafitero” aparece como un “santuario espontáneo para conmemorar la violencia política en Bogotá” (p. 196). El caso de Trípido activó un proceso de organización por parte de sus familiares y los grafiteros en pro de “movilizar la memoria”, que inclusive ha entrado en conflicto con las autoridades tras el intento de borrar los homenajes. La autora explora la “teoría vernácula” sobre la violencia en Colombia tal como queda objetivada en diversas pintas y escrituras en el puente, guiada por las reflexiones de Antonio Gramsci sobre el sentido común que esclarece las formas de la política ciudadana.

Ahora bien, Griffin plantea que “no se puede romantizar esta potencia crítica [de la experiencia analizada], ni tampoco olvidar el poder de la hegemonía” (p. 192). No subestimar la hegemonía supone que analicemos los fenómenos culturales en su vínculo íntimo con el orden ideológico o cultural al que no solo se opone, sino que habita. Las experiencias recogidas en el libro se oponen al capitalismo neoliberal, pero también están insertas en él, emergen de él. Tematizar esa ambivalencia —como lo hacen Zavala y Griffin en sus ensayos— es clave para que el análisis explore los límites que estas intervenciones político-culturales encuentran en sus distintos contextos. El ensayo introductorio de Oliart ofrece algunas rutas para ampliar esta discusión. Según la editora, los ensayos buscan reconocer diversas formas de activismo cultural que apuntan a construir una “subjetividad disidente”, entre la ciudadanía y entre los propios trabajadores culturales que ponen en práctica diversas formas de “pedagogías de la disidencia”. Estas prácticas se encuentran, por un lado, en tensión con cierta herencia del trabajo cultural modernista del siglo XX —orientado a la denuncia y la prescripción de la “utopía socialista” centrada en la toma del poder— y, por otro lado, se acercan a una nueva “orientación del trabajo cultural que enfatiza la importancia de producir eventos que en sí mismos constituyan experiencias emancipadoras” (p. 14). La historia del trabajo cultural en la región se partiría entre ambos momentos, y hoy en día, entonces, “no interesa tanto juzgar el éxito de cada experiencia, como entender cada una en su complejidad y particularidad, para hacerlas inteligibles entre sí como parte de la búsqueda de una propuesta común” (p. 15).

Oliart propone leer estas experiencias en un marco que va de lo utópico prescriptivo a lo experimental prefigurativo, de la tiranía del programa político a una suerte de suspensión de las dinámicas cotidianas que permita experimentar nuevos vínculos sociales. Si el “trabajo político-cultural” propio de las organizaciones socialistas del pasado tomaba a la cultura como un medio para conseguir los fines revolucionarios, así como se presentaba ante el pueblo como una vanguardia que iluminaría su existencia, el actual giro en el trabajo cultural asume el papel fundamental de la cultura en la configuración de la vida social —su autonomía como práctica frente a la política institucional—, y al pueblo como un sujeto capaz de comprender y transformar su propia situación. Vamos de una pedagogía vertical a una pedagogía horizontal, que a su vez va de un énfasis en el contenido a una experimentación con la forma. Además, estas experiencias fomentan “prácticas solidarias y políticas del reconocimiento en el entorno inmediato y en la sociedad” (Oliart, 2020, p. 27), que apuntan a un nuevo “reparto de lo sensible”, según la fórmula de Jacques Rancière. De este modo, la tensión antes mencionada queda resuelta en favor del polo estético, en oposición al polo ideológico-político, pues se trata de “valorar la inagotable experiencia social que se orienta hacia la transformación, aunque no se plantee un sistema alternativo al existente” (p. 31).

La apelación a Rancière corre el riesgo de trabajar con una definición formalista del poder. Para el filósofo, la política se activa en el momento en que alguien “se hace cargo de algo”, pasa de la pasividad a la actividad, como principal criterio de reconocimiento de la politicidad de una acción. Los ensayos recurren a cierta tradición latinoamericana de educación popular (Paulo Freire, Augusto Boal), pero el marco rancieriano pesa más que esta segunda línea teórico-política, al punto que parece absorberla y separarla de lo que, a mi juicio, fue su sello distintivo cuando emergió a fines de los años 60: producir un posicionamiento crítico ante la sociedad capitalista, orientado hacia la construcción de una subjetividad disidente de carácter popular que, además, fuera capaz de formalizar su propio proyecto de poder. Si Rancière (2012) sostiene que un proyecto de emancipación hoy ya no aspira a “levantar un gran cuerpo colectivo” sino a “multiplicar las formas de experiencia que pueden tejer otro tipo de comunidad” (p. 289), esta celebración de la micropolítica pesa hoy como una prescripción para la pedagogía, el arte y el propio análisis ofrecido en el libro.

De acuerdo con Georg Lukács (1969, p. 25), los procesos de experimentación social se oponen a las utopías. Es decir, los primeros se caracterizan por poner en práctica nuevas relaciones sociales, instituciones, prácticas estéticas y demás formas de reinventar el vínculo social, aún sin un programa explícito que las oriente, mientras las utopías aparecen cuando la praxis experimental se estanca. Desde esa lógica, quisiera sugerir que tal vez habitemos un tiempo utópico, en que la “experimentación prefigurativa” de los 70 quedó cancelada, y en el cual aparecen impulsos fragmentarios que desean mantener viva la idea misma de una sociedad emancipada. Hoy muchos movimientos sociales rechazan el Estado y el ejercicio del poder, y veo en ello una prescripción que, pese a sus diferencias respecto de la imagen de la revolución que guió la práctica político-cultural en el pasado, podría resultar tan limitante como aquella que hoy se rechaza. Acaso discutiendo más a fondo esas franjas de las prácticas del pasado que apostaron abiertamente por la reinvención de la producción cultural, de sus actores y sus públicos, de sus mensajes y dinámicas de participación, encontremos aún experiencias que hoy resulten valiosas.

Finalmente, es clave repensar las certezas de un trabajo cultural que parte de la premisa de que la toma del poder ya no es un objetivo político deseable. El avance actual de la derecha, ya no solo defensora del capitalismo neoliberal sino abiertamente reaccionaria ante los procesos de democratización social, debería alertarnos sobre la necesidad de reevaluar tanto el devenir micropolítico de los movimientos sociales como el ejercicio de la propia crítica cultural. ¿Será suficiente la resistencia para frenar el avance de las fuerzas regresivas? El tiempo en el que emergen buena parte de las experiencias examinadas en el libro se caracteriza por un gran repliegue, y acaso estemos hoy ante el inicio de un nuevo ciclo de pensamientos y prácticas emancipatorias que tendrán ante sí los desafíos que nos ha impuesto vivir bajo una hegemonía que hoy se resquebraja, pero de la que aún no emerge lo nuevo. Vivimos hoy una crisis donde “lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer”, según la bella frase de Gramsci, y los ensayos aquí reunidos aportan rutas para pensar cómo el trabajo y la crítica cultural pueden contribuir a ayudar a ese nacimiento de algo nuevo y mejor.

 

Referencias

 

Lukács, G. (1969). Historia y consciencia de clase. Estudios de dialéctica marxista. Grijalbo.

Rancière, J. (2012). Crítica de la crítica del espectáculo. En G. Agamben, J. Rancière y A. Badiou, Pensar desde la izquierda. Mapa del pensamiento crítico para un tiempo de crisis (pp. 379-397). Errata Naturae.