REVISTA PERUANA DE INVESTIGACIÓN EDUCATIVA

2021, No. 15

ISSN: 2077-4168

10.34236/rpie.v13i15.343

 

 

La educación en el Perú de la posindependencia a través de sus textos

 

Carlos Contreras

Pontificia Universidad Católica del Perú

https://orcid.org/0000-0001-7691-2362

ccontre@pucp.edu.pe

 

 

Recibido: 10/09/2021

Aprobado: 27/11/2021

 

 

La educación en el Perú de la posindependencia a través de sus textos

 

Resumen

 

Partiendo de un retrato de la situación de la educación en los años iniciales de la historia del Perú independiente, el artículo rastrea la política desplegada por el Estado en materia de organización de las escuelas y establecimiento de contenidos de lo que se enseñaba a los alumnos en los niveles elemental o básico, y el intermedio o secundario. Para ello, nos centramos en un análisis de los textos más empleados en las escuelas del Perú entre los años 1821 y 1850. Llegamos a la conclusión de que el Estado puso poco empeño en regular los materiales empleados en las escuelas, de modo que los textos utilizados en ellas lo fueron, principalmente, por iniciativa de educadores que dirigían escuelas privadas en Lima u otras ciudades importantes. El contenido de dichos textos recogió solo débilmente los ideales de la independencia y de la república como forma de gobierno y convivencia social, y fundamentalmente heredó los planteamientos que venían usándose en la época virreinal.

Palabras clave: educación, historia, Perú, independencia, siglo XIX

 

Education in Post-Independence Peru through Its Textbooks

 

Abstract

 

Based on a portrait of the situation of education in the initial years of the history of independent Peru, the article traces the policy deployed by the State regarding the organization of schools and the establishment of contents of what students were taught in elementary or basic levels and intermediate or secondary levels. For this we focus on an analysis of the most used texts in the schools of Peru between 1821-1850. We conclude that the State put little effort into regulating the materials used in the schools, so that the texts used in them were, mainly, at the initiative of educators who ran private schools in Lima or other important cities. The content of these texts did not reflect the ideals of independence and of the republic as a form of government and social coexistence, but essentially inherited the approaches that had been used in the viceregal era.

Keywords: education, history, Peru, independence, 19th century

 

 

El propósito de este trabajo es brindar algunas noticias acerca de los textos utilizados en la formación de los estudiantes en el Perú en la época inicial de la República, período cuyas fechas fijamos entre los años de 1821 a 1850. En 1821, tras la caída de Lima en manos del ejército libertador del general San Martín, tuvo lugar la proclamación formal de la independencia del Perú del imperio español, mientras que, en 1850, se dictó la primera Ley General de Educación, que dio paso a un nuevo tratamiento de este sector en una época en que se inició la bonanza fiscal de la era del guano. La idea que nos motivó a hurgar en los textos de enseñanza de aquel tiempo fue hallar en dichos textos alusiones explícitas o implícitas a modelos de sociedad, de interrelación humana y de funcionamiento del poder que podrían, así, haber modelado las mentes de la primera generación de ciudadanos de la República.

En los inicios de su existencia como nación independiente, la instrucción pública en el Perú estaba clasificada, como hasta hoy, en tres niveles: la primaria, básica o de primeras letras; la secundaria o intermedia, y la universitaria o superior. El Reglamento General de Instrucción Pública de 1855 sistematizó esa clasificación, estableciendo en su primer artículo los tres “grados”, a los que llamó, respectivamente, de instrucción popular, media y especial. Solo la primera fue declarada de carácter universal (“se facilitará a todos los ciudadanos”). Los establecimientos donde se impartía la instrucción pública se denominaron, a su vez, escuelas para el caso de la enseñanza primaria; colegios en el caso de la secundaria, y universidades en el caso de la educación especial1. Hasta ese momento, había existido cierta superposición entre los distintos niveles, dada la carencia de un organismo que reglase su clasificación; esto ocurría especialmente entre los niveles medio y superior. Por ejemplo, en el colegio San Carlos, de Lima —creado como Convictorio o Colegio Mayor en 1770—, se recibía a niños de entre los 12 y 17 años que ya supiesen leer y escribir; los egresados recibían el título de maestros luego de unos estudios que podían durar hasta ocho años; y el director de la institución era llamado rector, como en las universidades. Algunas de las materias que se enseñaban en este colegio eran, además, bastante especializadas, como la de Derecho Canónico y Práctica Forense2.

Para nuestro estudio, nos centraremos en los dos primeros niveles educativos: el de las escuelas de primeras letras, y los colegios de educación media o secundaria. En el caso de las universidades, debido al carácter especializado de este nivel, la bibliografía de los cursos es dispersa. Además, en esa época, los estudios universitarios tuvieron un alumnado bastante escaso3.

 

La educación en los albores de la República

Ciertamente, todo el aparato educativo estuvo por esos años poco organizado. El libertador Simón Bolívar constató, tras la victoria de Ayacucho, la situación de “completo abandono en que se halla la educación pública en todos los pueblos desde Lima (…). En ninguno hay escuelas, ni de primeras letras, y los niños y los jóvenes crecen en la más absoluta ignorancia” (CNSIP, 1971-1976)4. La educación, en lugar de estar a cargo del Estado, estaba en manos de la iglesia y de las familias. Es decir, la educación de los niños estaba a cargo de los propios progenitores o, cuando sus recursos lo permitían, de preceptores contratados para un servicio en el domicilio, siguiendo el modelo de la aristocracia europea. Paralelamente, aunque de forma ocasional, los párrocos y las órdenes religiosas montaban escuelas de caridad para los niños cuyas familias no podían educarlos ni contratar preceptores.

Los primeros gobiernos independientes aprovecharon inicialmente este esquema, tratando de convertir la caridad en obligación. El gobierno del general José de San Martín ordenó en 1822 que los conventos abriesen escuelas gratuitas, disposición que fue convertida en un decreto emitido el 23 de febrero de 1823 por la Junta de Gobierno que lo sucedió. La orden fue reiterada en 1825, 1830, 1839 y 1849, señal de que su acatamiento era demasiado laxo (Espinoza, 2011). Debido a que muchos religiosos salieron del país con motivo de la independencia, los conventos habían quedado despoblados de personal, al punto que varios fueron suprimidos por las nuevas autoridades del país. Además, su economía había adelgazado como para poder prestar servicios gratuitos5. Transformar a los conventos en escuelas y a los curas en preceptores fue una forma de reconversión de la iglesia a la que apuntaron algunos de los gobiernos anticlericales del régimen republicano. Después de todo, los sacerdotes eran parte de la élite letrada de la nación. Sin embargo, ello implicaba impregnar a la educación de un contenido religioso que los pensadores liberales consideraban inadecuado, por lo que se abrieron paso algunos proyectos de instauración de una educación pública separada de la esfera eclesiástica.

Durante este período, al igual que en otros países latinoamericanos, el modelo lancasteriano creado en Inglaterra dispersó sus efluvios seductores en el Perú como una forma práctica de educar a los pobres. Este sistema fue previsto para educar a grandes números de alumnos con poco costo, puesto que ahorraba salarios de preceptores al convertir a los estudiantes más destacados en monitores que enseñaban a sus compañeros menos aventajados. Un decreto de la dictadura de Simón Bolívar que ordenó la fundación de una escuela para la formación de maestros proclamó como su primer considerando “Que el sistema lancasteriano es el único método de promover pronta y eficazmente la enseñanza pública”6. El misionero escocés Diego Thomson había sido ya contratado por el gobierno de San Martín para fundar en 1822 la primera Escuela Normal para la formación de maestros en este método7. El historiador de la educación Antonio Espinoza considera, sin embargo, que, debido a la resistencia de los maestros, en el país, “la adopción del método lancasteriano fue lenta e incompleta” y en la práctica resultó abandonado para los mediados del siglo XIX (2011, p. 92).

Aunque en 1825 se creó una Dirección General de Estudios y se dictó disposiciones para la creación de establecimientos de educación pública en diversas ciudades del país como una forma de crear buenos ciudadanos, la inestabilidad política y la escasez de recursos impidieron la expansión educativa que los primeros dirigentes de la república ambicionaron. De cualquier modo, en estos años, destaca la apertura de dos colegios en Cuzco y Lima, que se convertirían en instituciones emblemáticas en el futuro: el Colegio de Artes y Ciencias del Cuzco en 1826 y el Colegio Guadalupe de Lima en 1841. Para la dirección de estas instituciones, se contrató en España al historiador y pedagogo liberal Sebastián Lorente, que en los años siguientes realizó una importante labor de renovación de la historiografía nacional, sobre todo, en el campo de la difusión de un discurso histórico nacional (Lorente, 2005).

En 1834, finalmente, se creó una Dirección General de Instrucción Pública, que, bajo el gobierno de Andrés de Santa Cruz (1836-1839), consiguió algún avance en la materia. Así, en 1836, fue promulgado un primer Código Educativo y, al año siguiente, se creó un Ministerio de Instrucción Pública, Beneficencia y Asuntos Eclesiásticos. Sin embargo, este no llegó a funcionar debido a la derrota del régimen de la confederación presidida por Santa Cruz en la batalla de Yungay poco tiempo después. En 1845, la sección de Instrucción Pública fue alojada dentro del Ministerio de Gobierno, la que, en 1856, pasó al Ministerio de Justicia, en el que permaneció hasta la creación del Ministerio de Educación en 1935 (Espinoza, 2013).

Esta inestabilidad de los órganos rectores de la educación pública reflejaba la falta de consenso en torno a un proyecto educativo. De hecho, el período 1821-1850 fue caracterizado por Espinoza como una época marcada por la debilidad estatal en materia educativa. Las instituciones con mayor protagonismo fueron los agentes locales: las municipalidades, las órdenes religiosas y las familias. Estas conformaban sociedades de beneficencia que colaboraban económicamente con los gobiernos municipales para el sostenimiento de las escuelas. No obstante, en 1836, las municipalidades fueron suprimidas por el gobierno de Santa Cruz, a partir de lo cual sus funciones pasaron a manos de los prefectos, que eran los delegados del gobierno central para la administración de los departamentos. Cuando en 1856 se restauraron los gobiernos municipales, estos empezaron a recibir subsidios de un gobierno central —ahora enriquecido con el monopolio del guano— para el sostenimiento de las escuelas municipales.

Aparte de las escuelas de primeras letras, donde la enseñanza se concentraba en el aprendizaje de la lectura y la escritura, en las ciudades con mayor cantidad de población, existían las aulas de latinidad, establecimientos donde los niños que habían conseguido el dominio de la lectura y escritura continuaban con sus estudios. Como su nombre lo sugiere, en estas escuelas, la enseñanza se concentraba en el dominio del latín, al punto que algunas materias de derecho o filosofía eran estudiadas en este idioma. El conocimiento del latín era indispensable para proseguir estudios de jurisprudencia o teología (Chocano y Mannarelli, 2013, p. 12). En las aulas de latinidad, también se enseñaba gramática y literatura castellana, y, eventualmente, cursos de historia y geografía (CNSIP, 1971-1976)8.

El Reglamento de Escuelas de 1836 —es decir, del primer nivel de educación— ordenaba de hecho la enseñanza de las siguientes materias (Espinoza, 2007, p. 142, nota 13): Doctrina Católica, Ortología o pronunciación, Caligrafía, Aritmética, Costura (para las escuelas femeninas), Gramática castellana (para las escuelas femeninas)9.

Espinoza presenta un cuadro de frecuencias de los cursos que se impartían en 59 escuelas de primeras letras en Lima en 1845. El curso de Religión es el único que se impartía en la totalidad de escuelas, prueba irrefutable del dominio que tenía la iglesia en materia educativa en esos tiempos. Le seguían los cursos de Lectura, con 48 ocurrencias, y Escritura, con 44. En orden descendente, proseguían Aritmética (27 veces), Gramática (20 veces) y Costura (19 veces). De manera minoritaria, seguían los cursos de Latín (9 veces), Geografía (7 veces), la enseñanza de lenguas como el francés (5 veces) e inglés (4 veces), y habilidades artísticas como dibujo (4 veces) y piano (3 veces) (Espinoza, 2007, p. 154).

Si bien en esta época no existió reglamentación para el nivel secundario o intermedio, los historiadores de la educación han encontrado relaciones de las materias que se brindaban en colegios representativos de este nivel. Por ejemplo, en el Colegio de Ciencias y Artes del Cuzco, fundado en 1826, se estudiaban los siguientes cursos: Derecho Natural y de Gentes, Religión, Derecho Canónico y Civil, Economía Política, Matemáticas, Teología y Física, Lengua Española y Latina, Dibujo y Música.

El panorama era similar en otros establecimientos secundarios, como el Colegio San Carlos o el Colegio Guadalupe (recién fundado en 1841). Se observa ciertas variaciones en los cursos de Derecho, en que había unos similares pero con otra especialización —como Derecho Romano, Patrio y Canónico—, así como la existencia de asignaciones suplementarias de Literatura o idiomas (Chocano y Mannarelli, 2013, pp. 14-15).

En las primeras décadas republicanas, la educación en el Perú estuvo mayormente en manos de la iglesia, los cabildos municipales y la sociedad civil. El gobierno central, aunque parecía consciente de la importancia de la instrucción para la transformación de los súbditos de la monarquía española en ciudadanos de la República, careció de la organización y los recursos económicos para extender un sistema de instrucción pública que alcanzase una cobertura eficaz. El Catecismo de Jeografía de Córdova y Urrutia —del que damos noticia más adelante— señalaba en 1845 que la instrucción estaba en el Perú “garantida por la Constitución” y “hay en todas las Capitales de Departamento Colegios para las ciencias (…)”; no obstante, “(…) en las provincias interiores se encuentran escases de maestros para las primeras letras” (1845, p. 61). Para un momento avanzado del siglo XIX como 1875, solo el 47% de los niños de Lima acudía a la escuela de primeras letras (Espinoza, 2007, p. 137). Es concebible que tres o cuatro décadas atrás el porcentaje fuese todavía menor. Si tal era el panorama en la capital de la República, en el resto del país y, sobre todo, en el ámbito rural, la asistencia a la escuela debía ser francamente minoritaria, probablemente, de un aproximado de un quinto de la población10.

En los niveles inicial y medio, las materias dictadas tuvieron una fuerte presencia de la religión católica y el mismo magisterio estuvo a cargo, de ordinario, de sacerdotes (González Prada, 1894)11. Adicionalmente a los cursos de religión, y el aprendizaje de la lectura y la escritura (materia a la que se referían en la época como ortología), se adiestraba también a los alumnos en nociones de aritmética. A las niñas se las instruía en costura y gramática del castellano, puesto que lo más probable era que no prosiguieran la educación secundaria, en la que los varones aprendían dicha materia. En el nivel medio, eran omnipresentes los cursos de derecho, materia que era apreciada como un modelo de comprensión de las relaciones interpersonales. A su vez, se enseñaban cursos de matemáticas y economía política.

 

Los textos escolares

Al carecerse de un ente rector de la instrucción pública en esta época12, fue lógica la tendencia a la dispersión en materia de textos de apoyo para la educación. El preceptor José Francisco Navarrete, un sacerdote guayaquileño que sucedió a Thomson en la dirección de la Escuela Normal de Lima, declaró en 1845 que la elección de los textos “era el capricho de los preceptores”. Espinoza anotó, por su parte, tras varios años de investigación, que “Desafortunadamente, no hemos podido encontrar indicios documentales acerca de los libros que se usaban en las escuelas limeñas antes de la década de 1860” (Espinoza, 2007, p. 153). Sin embargo, el autor logró identificar tres textos que habrían tenido alguna popularidad en la enseñanza inicial13:

Catecismo histórico-dogmático para el uso de la juventud peruana de José Francisco Navarrete, editado en Lima en 1845 (segunda edición).

Compendio mayor de gramática castellana, para uso de los niños que concurren a las escuelas de Diego Herrans y Quirós, editado en Madrid en 1844 (aunque podría no ser la primera edición).

Curso de aritmética teórica y práctica de Clemente Noel, cuya novena edición, corregida y aumentada, se editó en Lima en 1869.

Navarrete fue un sacerdote muy influyente en el tema de la educación en los inicios de la República. Inicialmente, promovió el método lancasteriano, pero luego se acomodó al formato educativo más tradicional, basado en la figura del maestro. Entre 1833 y los años de finales de la década de 1850, fue el director de Instrucción Primaria de Lima, posición que le habría valido para que su texto ganase popularidad14. Similar habría sido el caso de Noel, quien fundó un colegio en 1838 que llegó a alcanzar algún prestigio (Espinoza, 2007, pp. 159-160). Herrans y Quirós era, en cambio, un autor español, cuya obra se impuso en la enseñanza sin el auxilio de su presencia personal en el Perú.

La historiografía sobre la educación resalta, en todo caso, que su contenido en esta primera época estaba dominado por el enfoque religioso más que por el cívico. A despecho de la ideología patriótica que había inspirado la independencia, las tendencias conservadoras, que eran fuertes en el Perú, empujaron a que la formación de los niños y adolescentes no se orientase hacia nociones de ciudadanía, derechos políticos y sociales, y el cultivo del bien común, sino en cómo dichos principios o ámbitos podían ser comprendidos desde la cultura del catolicismo. Espinoza llama la atención sobre la falta de cursos de historia, constituciones y geografía del país en los programas escolares iniciales. Si bien estos se abrían paso en los cursos del nivel intermedio, lo hacían de una forma débil. Un cambio importante que detectó Espinoza (2011) en el paso de la primera (1821-1850) a la segunda época (1850-1873) de su periodización fue precisamente la introducción de cursos de historia, geografía y política nacionales. Fue también la época en que comenzaron a editarse libros en esas materias, que no habían estado disponibles en el período anterior (aunque al respecto tendríamos que discutir si la falta de oferta obedeció a la ausencia de demanda, o si fue al revés).

Una vez que lograban dominar los rudimentos de la lectura en castellano, los escolares practicaban sus nuevas habilidades con textos religiosos, como la Biblia (sobre todo, el Nuevo Testamento) y las oraciones de los catecismos. “Los libros de contenido religioso tenían un papel preponderante en la enseñanza elemental”, sentencia Espinoza en uno de sus trabajos, luego de informar que la Escuela Normal de Lima disponía entre su equipamiento de once Biblias, quince Nuevos Testamentos, 77 discursos de Jesucristo y 102 carteles de lectura con pasajes del evangelio (Espinoza, 2007, p. 143).

En buena parte, esta característica era un legado del pasado colonial. El inventario de una céntrica librería en Lima en 1781 dio cuenta de que el 66% de libros eran de tema religioso, seguidos de un 25% de contenido “humanista”, 7% de “ciencias y técnicas” y 2% de jurisprudencia (Mexicano y Huaraj, 2005)15. En nuestro registro de libros para la enseñanza en las bibliotecas de Lima, el contenido religioso, si bien tiene una importante presencia —sobre todo en la biblioteca de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP)—, no es dominante frente a materias como la historia, la geografía, la filosofía o el derecho. No obstante, esto responde a la presencia de libros utilizados en los niveles medio y superior, y la tendencia de dichas bibliotecas a conservar libros de nivel universitario o más especializado.

Las historiadoras Magdalena Chocano y María Emma Mannarelli resaltaron que los textos escolares se basaron en el modelo del catecismo, “es decir, un texto con preguntas y respuestas invariables que los estudiantes debían aprender de memoria” (2013, p. 14). Este modelo era usado no solamente para los textos de religión o historia sagrada, sino para otras materias. En 1845, se publicó así un Catecismo de Jeografía Nacional, escrito por José María Cordova y Urrutia, un hombre muy activo en esos años en el campo de la estadística y la geografía, y a quien le gustaba identificarse como ciudadano, lo que revelaba su afinidad ideológica con el proyecto republicano16. Un año antes publicó otro libro dirigido a la educación, titulado Las 3 épocas del Perú o compendio de su historia. Se trataba de ediciones hechas por él mismo, para las cuales disponía de una pequeña imprenta.

El Catecismo de Jeografía de Córdova y Urrutia da cuenta de la altura barométrica de las principales ciudades del Perú, a partir de la cual resalta una de las peculiaridades de la geografía nacional, y define sus límites territoriales y las coordenadas en que se ubica. Asimismo, provee información sobre los principales hitos geográficos del país: demarcación administrativa, montes, ríos, climas, productos y población. El dato acerca de la cantidad de habitantes en todo el Perú (2.015.772), desagregado entre hombre y mujeres, por departamentos, es uno de los más tempranos con que se cuenta después de la Independencia. En una “Advertencia” colocada al final del libro, el autor declara explícitamente que su propósito es que este, además de esclarecer la geografía nacional, cuyo conocimiento se halla en un “gran caos”, “sirva para el estudio de la juventud (por lo que se halla en forma de Catecismo) (…)” (1845, p. 64). El florecimiento de los catecismos políticos correspondió a la década de 1850; en años previos, se notó poca actividad en este campo (Espinoza, 2007, p. 143 y ss.)17.

Un catecismo bastante recurrido parece haber sido el de Santiago José García Mazo, Catecismo de la Doctrina Cristiana, explicado por el Licenciado Santiago…, cuya décimo segunda edición, de 1837, se encuentra en la biblioteca de la PUCP y de cuyo autor existen también otros libros en la Biblioteca Nacional del Perú. Se trata de un volumen pequeño (en octavo) de 435 páginas de letra pequeña, diseñado para ser fácilmente portable, y que se vendía al precio de 7 reales en pergamino y 9 reales en el caso de ejemplar empastado18. A través del formato de pregunta y respuesta, el Catecismo de García Mazo propuso un modelo de vida para el cristiano de su tiempo. Todo está explicado para el discurrir de su vida diaria: desde el momento en que se levanta de la cama; hasta cómo debe elegir pareja para el matrimonio; qué conversaciones debe evitar y cuáles frecuentar; pasando por cómo debe comer, vestirse, trabajar, sufrir las enfermedades y comportarse frente a los demás. La edición viene aumentada con un inserto sobre la historia sagrada y un “diario de la piedad”, y está acompañado de ilustraciones sencillas pero efectivas, hechas a carboncillo. Una característica de este catecismo es que, a cada pregunta, le sigue una respuesta breve y concisa, seguida de una explicación más larga que la justifica y detalla. Tiene, en ese sentido, una presentación modular para quien se satisfaga con una respuesta corta; y otra, para quien quiera profundizar en el por qué y en otros vericuetos de la argumentación.

El Catecismo de García Mazo sugería un modelo de vida guiado por la máxima de apartarse del pecado, que es el que nos alejaría de Dios y nos llevaría a la condena eterna del infierno. Los pecados se clasificaban de múltiples maneras, según un rico catálogo que se ofrece en el catecismo: originales o personales, por omisión o comisión, internos o externos, veniales o capitales, etc. Al pecado éramos constantemente empujados por el demonio, el mundo y la carne. Por el mundo, el catecismo se refería a las acechanzas del medio en el que nos desenvolvemos. Vivimos rodeados de hombres buenos y malos; estos últimos son las personas de “conducta relajada”, “que destruyen con sus vicios”, “que quebrantan la ley de Dios” y nos mueven a una conducta parecida. Había que evitar a toda costa a quienes viven de acuerdo con el “espíritu del mundo”, aunque las circunstancias de la vida hacían que no siempre fuese posible. A partir de ello, precisamente, surgía la necesidad de una consciencia vigilante y recta. La tentación de la carne consistía en las “pasiones y apetitos desordenados”, que nacieron con el pecado original.

En ese marco, el papel de un confesor era fundamental en la vida humana. Este debía ser un sacerdote que oficiase de tutor y consejero. Debía ponerse gran cuidado en su selección, puesto que no todos los ministros del evangelio eran celosos de sus funciones, aunque podría ocurrir, en el caso de los pueblos pequeños, que no haya muchas posibilidades de elección. El cristiano debía ser austero en sus comidas, vestir con modestia, pero con higiene y aliño, y trabajar con resignación. El trabajo era comparado con el compromiso de seguir a Jesús portando nuestra cruz. Los ahorros que pudieran conseguirse con este género de vida ascético y restringido a lo necesario, controlando las pasiones y aplicándose “mortificaciones” (como el ayuno, por ejemplo), debían destinarse a la limosna antes que a la acumulación.

De ordinario, debía evitarse las “conversaciones” con la gente fuera de nuestra familia o comunidad: “son generalmente demasiado peligrosas” (García Mazo, 1837, p. 422). Para el matrimonio, García Mazo recomendaba “buscar y elegir una esposa igual lo más posible, en edad, bienes, clase y condición; una esposa prudente, casta, sobria, dócil, laboriosa y aplicada al desempeño de sus obligaciones respecto de Dios, de su marido y sus hijos” (1837, p. 348). El modelo de hogar que proponía era el del ganador de pan y el ama de casa:

Al marido toca cultivar la tierra, á la mujer cuidar de la casa y la familia; al marido adquirir los bienes, á la mujer distribuirlos; al marido recoger pan en la troje, á la mujer prepararlo y presentarlo en la mesa; al marido edificar la casa, á la mujer adornarla y asearla; al marido traer el lino y la lana, á la mujer hilar la tela y coser los vestidos. (p. 355)

En el modelo de sociedad jerarquizada en que se vivía y que, en cierta forma, la iglesia compartía y fomentaba, también se introducía un orden jerárquico en el hogar:

el varón siempre ha de ser cabeza de la mujer y superior de la casa. Las mujeres por su parte deben amar a sus maridos, respetarles y honrarles, obedecerles y estarles sujetas, sobrellevarles con paciencia y darles ejemplo y consuelo con su conducta virtuosa. (p. 356)

Si en la segunda mitad del siglo XIX el modelo de vida se orientaba al servicio de la patria, en la primera, dominó un modelo al servicio de Dios, tal como se entendía en ese entonces. Este último predicaba la resignación y ensalzaba la caridad como una forma de redistribución de la riqueza. Es interesante que, entre los cuatro pecados más graves, “de crecida maldad”, que reseñaba el Catecismo de García Mazo, como el homicidio voluntario y la sodomía, consignase la “opresión del pobre” y la “defraudación o retención injusta del jornal del trabajador”. El modelo mundano inspirado por este libro era el de una sociedad jerarquizada en la que las virtudes de la largueza, la caridad, la templanza y la honradez permitían la convivencia de diferentes sectores sociales.

Otro texto en el que queremos detenernos es en el de Torquato Torio de la Riva, Arte de escribir por reglas y con muestras, según la doctrina de los mejores autores antiguos y modernos, estrangeros y nacionales, acompañado de unos principios de aritmética, gramática y ortografía castellana, urbanidad y varios sistemas para la formación y enseñanza…. Aunque este fue editado en Madrid en 1802 en su segunda edición, parece haber seguido en uso en el Perú hasta avanzada la República, debido a la ventaja de tener todas las materias de que solía ocuparse la educación básica, en un solo volumen19. El autor manifestó que la educación no consistía solamente en la instrucción, a la que vinculó con la transmisión de conocimientos útiles y prácticos; a esta había que añadirse la formación de virtudes morales, relacionadas con la religión, la humanidad y la patria.

Para Torio de la Riva, la educación venía ser el elemento que podía compensar las fatalidades con que la geografía o la historia ponía en desafío a los pueblos; así, “(…) aunque la diferencia de climas puede influir en el espíritu de los hombres, nunca llega á tanto que la educación no la venza” (1802, p. VII). De ello, se desprende que “aquel reyno que proporcione á la juventud la mejor educación posible, será el más floreciente y dichoso. Esta es una proposición que parecerá á muchos exagerada, (…)” (p. VII). La educación debía ser, además, universal: “El labrador y artesano más infeliz debe aprender á leer, escribir y contar”, proposición con la que no todos se conformaban en esos tiempos. Aprender a hablar y escribir con corrección era sola una parte de la tarea, a la que faltaba el complemento de la “ciencia urbana”, que consistía en saber con quién se habla o a quién se escribe, en qué circunstancias y lugares. En un mundo dominado por las jerarquías, era clave ser consciente de “la calidad” de las personas y cómo la diferencia en esta gobernaba su interrelación. Así, por ejemplo,

Si de [persona] igual á [persona] igual hay mucho conocimiento, entonces la familiaridad [en el trato] es decente; si hay poco es una descortesía; y si ninguno, una ligereza de entendimiento. Si entre inferior y superior es mucho o poco el conocimiento que hay, es desvergüenza la llaneza o familiaridad (á no consistir en un mandato expreso); pero pasa á ser insolencia y brutalidad, si absolutamente no se conocen ni tratan. Por último, es siempre decente de superior á inferior la familiaridad porque con ella se obliga más al que la recibe. (p. 425)

El libro está lleno de reglas respecto al comportamiento que debe observarse según se esté tratando con un superior o inferior, y sobre quién puede reputarse como superior en cada caso, para lo cual intervenían la edad, la condición social y la “dignidad” de las personas (por ejemplo, si tenían un cargo de autoridad). Cuando un inferior estuviese delante de un superior, no debía mirarlo fijamente ni acercársele tanto que pudiera salpicarlo con la saliva mientras hablase o dejarse oler el aliento. Jamás debía tocarlo ni a su ropa, y seguía:

Jamás hablará entre mayores sin ser preguntado, ni se entretendrá á decir lo que sabe sin ser requerido; en caso de serlo, manifestará su parecer con sencillez y verdad, y no se opondrá á las réplicas de los mayores, pues aún entre iguales es muchas veces descortesía. (de la Riva, 1802, p. 430).

Los pasajes en que presenta las reglas con que los superiores han de tratar con los inferiores son mucho más breves: les bastaba ser amables y procurar familiaridad, porque esta, cuando iba de arriba hacia abajo, pasaba por virtud en vez de pecado:

No se olvide jamás que el superior puede ser urbano á poca costa, porque con solo ser familiar y afable con sus inferiores, pasará entre ellos por atento y cortés, y les obligará á que se sacrifiquen en su obsequio y servicio. Considere también que los que nacen nobles y con una riqueza hereditaria, tienen, si obran bien, abierto el camino de todas las virtudes; pero que si lejos de esto se entregan á los vicios y á los desarreglos, son la afrenta de su linaje y los horrorosos Cíclopes de la naturaleza. (de la Riva, 1802, p. 433)

Se reconocía que los nobles o personas con fortuna tenían mejores posibilidades de ser virtuosos, pero también estaban más expuestos a los vicios. Los hombres superiores debían ser, en todo caso, protectores y “padres” de los pobres e inferiores. Dicha conducta los convertiría “en la delicia de su patria y el dueño de los corazones” (de la Riva, 1802, p. 433). Para el autor, las diferencias de clase debían compensarse con un trato adecuado. En el fondo, las formas de la urbanidad resultaban una metáfora de cómo debían discurrir otro tipo de relaciones entre las clases, como, por ejemplo, las económicas. El pobre o inferior debía trabajar con honestidad, respeto y sin chistar, mientras que al noble o superior le tocaba ser generoso en la retribución y el reconocimiento.

Otros capítulos eran dedicados al comportamiento en la mesa y en las reuniones sociales. En estos casos, no se esperaba que conviviesen clases sociales distintas, pero incluso entre “iguales” dicha sociedad establecía inmediatamente alguna jerarquía que ordenase las prelaciones y cortesías a seguir. A falta de diferencia en la calidad social, se tomaba en cuenta, por ejemplo, los cargos ejercidos; el sexo; o, por último, la edad. Naturalmente, tales reglas oponían obstáculos al trato entre desiguales. El autor señalaba que la conversación “entre iguales era más gustosa que entre desiguales”. Las normas de urbanidad podrían entenderse como una forma de ritualizar las relaciones entre personas de diferente clase social, a fin de vaciarlas de contenido real y poner así barreras a un trato más intenso, que podía evaluarse como provocador de desorden y confusión.

En los textos de fechas posteriores a la independencia o a 1830, se nota más prudencia en los autores en cuanto a temas que podrían tener trascendencia política. Si contrastamos el libro de Torio de la Riva —aquel que acabamos de reseñar—, con el de Pedro Martínez López, Gramática de la lengua castellana, impreso en París en 1843, las referencias a las distintas jerarquías sociales se han esfumado. Martínez, más bien, fustiga a los celadores que aplican rigores innecesarios o castigos físicos a los alumnos. La escuela debía ser amable y la buena gramática valía tanto como una sana moral. Las frases que usa como ejemplo para sus lecciones gramaticales tienden a ser neutras, salvo en estos casos: “En donde reinan la licencia y la anarquía, el orden y la libertad perecen” o “Ante todas cosas la obligación, después la devoción”, en las que desliza un talante más bien conservador. Después de todo, la escuela es una de las instituciones más jerarquizadas de la sociedad moderna.

Los libros de historia y geografía que hemos hallado parecen orientarse más hacia la educación intermedia o secundaria que a la básica. Prácticamente, no hemos hallado libros de historia o geografía del Perú antes de 1840. Entre los primeros dedicados al Perú, figuran el de Córdova y Urrutia —antes mencionado— y el de D. A. Sánchez de Bustamante, Geografía del Perú, Bolivia y Chile, para uso de los colegios de las tres repúblicas, impreso en Madrid y probablemente reimpreso en Lima en 1843. En dichas obras, resulta de interés el modo como se presenta a las diferentes clases de peruanos, ocasiones en que se subraya la otredad de los indios. El libro de Sánchez de Bustamante, por ejemplo, presenta a “los peruanos descendientes de Europa” como “de carácter vivo y de mucha penetración, corteses, aptos para las ciencias, y enérgicos por lo general; y siempre capaces de estimularse por la gloria y el honor; las mujeres superan mucho á los hombres en la vivacidad (…)” (1843, p. 3). En cuanto a la raza autóctona, retrata a sus miembros como comprometidos con otra tradición y otra historia:

Los indígenas civilizados conservan en gran parte las costumbres de sus mayores y son benéficos hasta donde alcanzan; descuidados en sus personas; tiernos y constante en acordarse de sus Incas; de genio melancólico, espresado vivamente en sus canciones, bailes e instrumentos; fuertes de constitución y capaces de grandes fatigas; excelentes ginetes, y muy parcos en el alimento, viajando por muchos días con solo una corta porción de maíz tostado y coca. (Sánchez de Bustamante, 1843, pp. 3-4)

En lo que respecta a los negros, la reseña no es mucho más amable: “Los habitantes descendientes de africanos y otras mezclas son de gran memoria y vivacidad; pero viven en la estupidez y la abyección” (p. 4). En esta reseña de los tres grupos constitutivos de la nacionalidad peruana, no se abunda en elementos positivos para una amalgama nacional, aunque siempre puede decirse que la constatación de las diferencias puede ser un primer paso.

El Catecismo de Córdova y Urrutia es más escueto en su tratamiento sobre la población, pero no deja de traer ideas reveladoras de lo que se transmitía a los estudiantes. El libro presenta al Perú como un país que “ha perdido mucho de su aquella grandeza local que tenía en la época de la conquista y en el siguiente siglo” (p. 5), a raíz de la desmembración que sufrió para crear los nuevos virreinatos. Se esmera en resaltar la riqueza minera y agropecuaria, lo cual contribuye con la creación de la imagen de un país rico en recursos naturales, que luego se volvió una especie de verdad proverbial en la enseñanza escolar. Las riquezas, sin embargo, no habrían podido ser aprovechadas por falta de capitales y tecnología. El autor resalta las grandezas de la arquitectura prehispánica en lugares como el Cuzco y Ayacucho:

Los monumentos que aun todavía existen, que han escapado de la furia de los conquistadores, contrastan al género humano y dan idea de lo poseído que estaban los primitivos naturales del país, en la arquitectura; así lo demuestran los ajustes de las piedras maestras de las fortalezas del Cuzco, que tienen un tamaño monstruoso, no siendo suficientes mil hombres juntos para moverlas, y el camino subterráneo que conduce á ella, construido con unos como dientes, en figuras de rueda de relox. (Córdova y Urrutia, 1844, p. 62)

Una página antes había desdeñado la importancia de la población indígena en el tiempo presente, afirmando, por ejemplo, que la lengua general es el castellano, y que: “el quichua y aymara [se habla] en muy pocas partes del interior” (p. 61). La idea de la caducidad de la cultura indígena echó desde entonces raíces en la cultura peruana. Habían conseguido importantes progresos en el contexto del aislamiento en que vivió el continente americano hasta la era de los descubrimientos, pero, en la realidad del mundo globalizado de unos siglos después, su cultura habría quedado retrasada. Córdova y Urrutia publicó también el libro Las 3 épocas del Perú. Compendio de su historia (Lima, 1844); no obstante, este fue un texto no orientado a su uso como texto escolar, sino más bien a la lectura erudita. El libro trajo un anexo, que incluyó algunos documentos históricos.

 

Reflexión final

En la época republicana inicial, no hubo una importante estandarización o reglamentación del uso de textos escolares. Se recurrió a libros traídos de España y a los que ya se usaban en la época virreinal. Si bien en la década de 1840 se abrieron paso textos preparados en el Perú, como los de Navarrete, Córdova y Urrutia, y Noel, se trató de iniciativas de sus propios autores, antes que esfuerzos estatales.

En la medida que la educación tuvo una fuerte impronta religiosa, los textos utilizados fueron lecturas de oraciones y de la Biblia, pero también Catecismos preparados en España de orientación conservadora. En ellos, se preparaba a los estudiantes para aceptar el orden social jerárquico como un hecho natural al que había que acoplarse con resignación.

Los textos de historia y geografía nacionales, y los catecismos políticos comenzaron a producirse hacia 1850, y en un inicio presentaron imágenes de los peruanos poco proclives al reconocimiento de una comunidad nacional. La cultura indígena era desdeñada como un residuo que debía ir desapareciendo para dar paso a la modernidad.

 

Referencias bibliográficas

 

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Sánchez de Bustamante, D. A. (1843). Geografía del Perú, Bolivia y Chile, para uso de los colegios de las tres repúblicas. Lima.


1. Según el Reglamento General de Instrucción Pública (Chorrillos, 7 de abril de 1855), firmado por Ramón Castilla Manuel Toribio Ureta (reproducido en Chocano y Mannarelli, 2013, pp. 88-106).

2. Puede consultarse el Reglamento del Colegio de San Carlos de 1843 (en Chocano y Mannarelli, 2013, pp. 80-87).

3. Cuando se proclamó la independencia, formalmente, existían tres universidades en el Perú: en Lima (Universidad Nacional Mayor de San Marcos, UNMSM), Cuzco (Universidad San Antonio de Abad) y Huamanga (Universidad de San Cristóbal). Sin embargo, las dos últimas habían dejado de funcionar, mientras que la UNMSM padeció de la emigración de varios de sus catedráticos a raíz de los acontecimientos de la Independencia. Poco después de esta, se fundaron la Universidad de Trujillo (1824) y la Universidad de San Agustín, de Arequipa (1828), ambas instituciones públicas.

4. Obra gubernativa y epistolario de Bolívar. T. XIV, v. 1. CNSIP, CDIP. Carta firmada en Cañete por J.G. Pérez, el 14 de abril de 1825 .

5. Véase Armas (2007).

6. Decreto del 31 de enero de 1825. En CDIP, Legislación bolivariana y de Santa Cruz, t. I, vol. 9.

7. Juan C. Huaraj da como fecha de fundación de la Escuela Central Lancasteriana de Lima el 6 de julio de 1822 en el convento de Santo Tomás (Mexicano y Huaraj, 2005, p. 48).

8. Hipólito Unanue, “Instrucción pública”, CDIP, 1824 (en CNSIP, 1971-1976).

9. Espinoza aclara que, en el caso de las escuelas de varones, esta materia se enseñaba en las aulas de latinidad (2007, p. 142, n. 13).

10. Según el censo escolar que se hizo en 1902, solo el 29% de los niños de la república en edad escolar (entre 6-14 años) acudía a la escuela. Seis o siete décadas atrás el porcentaje debía ser de alrededor de la mitad, es decir, un 15%. Véase nuestro texto “Maestros, mistis y campesinos” en El aprendizaje del capitalismo.

11. Véase “Instrucción católica” en Pájinas libres.

12. La Dirección creada en 1834 no alcanzó a tener un control efectivo, y recuérdese que la instrucción en manos de la iglesia o la sociedad civil era mayoritaria.

13. Según Espinoza, en una muestra de ocho escuelas en Lima, dichos textos se utilizaban en seis, y en cinco, en el caso de Noel (2007, p. 159).

14. Huaraj sugiere que habría nacido hacia 1790 en Guayaquil, como hijo legítimo de un español, Antonio Navarrete, y la piurana Mercedes Moreno. En 1813, ya estaba en Lima, donde fue nombrado capellán en la iglesia de San Pedro. Para más información, puede consultarse “El estudio de las primeras letras…” en Mexicano y Huaraj (2005, p. 44).

15. Puede consultar “Libros y cultura en el Perú colonial. Una librería popular en la calle de Palacio, 1781” de César Mexicano (Mexicano y Huaraj, 2005).

16. Córdova y Urrutia publicó varios otros libros sobre la estadística y la geografía de Lima alrededor de 1840. Trabajó en el Tribunal Mayor de Cuentas como contador, donde habría hallado la motivación y los datos para sus trabajos.

17. Espinoza (2007) menciona un catecismo anterior, de 1825, de Antonio González, impreso en Arequipa, pero cuya difusión no tuvo éxito (p. 136).

18. El autor fue un pedagogo y religioso español nacido en 1768 y muerto en 1849. Su catecismo, cuya primera edición debió publicarse antes de 1820, fue muy popular en la escuela española.

19. El libro se encuentra en la biblioteca PUCP. La primera edición correspondería a 1798. Desde 1801, el libro fue de uso común en la educación española. El autor fue un funcionario español nacido en 1759 y muerto en 1820, que se desempeñó como burócrata de la corte española desde los tiempos de Carlos III. Llegó a ser profesor de escuelas normales y examinador de maestros.